los excluidos del contrato social

los excluidos del contrato social

Jorge Luis...

Hace unos días que estoy con la cabeza en otro lado. Pero dado que te molestaste en entrar a mi blog te regalo un pedacito de Borges.

EL BASTON DE LACA

María Kodama lo descubrió. Pese a su autoridad y a su firmeza, es curiosamente liviano. Quienes lo ven lo advierten; quienes lo advierten lo recuerdan.
Lo miro. Siento que es una parte de aquel imperio, infinito en el tiempo, que erigió su muralla para construir un recinto mágico.
Lo miro. Pienso en aquel Chuang Tzu que soñó que era una mariposa y que no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.
Lo miro. Pienso en el artesano que trabajó el bambú y lo dobló para que mi mano derecha pudiera calzar bien en el puño.
No sé si vive aún o ha muerto.
No sé si es taoísta o budista o si interroga el libro de los sesenta y cuatro hexagramas.
No nos veremos nunca.
Está perdido entre novecientos treinta millones.
Algo, sin embargo, nos ata.
No es imposible que Alguien haya premeditado este vínculo.
No es imposible que el universo necesite este vínculo.

... en “La Cifra” (1981).

El cinismo de la diosa Fortuna

Hace un par de noches, de madrugada, acompañé hasta la puerta de su edificio a una mujer. Al llegar ambos caminando no advertimos que en el edificio de enfrente, en el balcón de un quinto piso, tres jóvenes bastante alcoholizados nos estaban observando en silencio. Probablemente, imagino, la posibilidad de ser testigos de una escena amorosa los invitó a callar y abandonar la conversación.
Acodados a la baranda, bebida en mano, registraban desde lo alto cada uno de nuestros movimientos. Ni ella ni yo advertimos su presencia, a pesar de que tenían una mirada panorámica de todo lo que sucedía. Al despedirnos con un saludo amistoso rompieron el silencio pidiendo a coro el piquito. Recién en ese momento nos dimos cuenta de aquellos voyeurs. Nos reímos y, a pesar del pedido del público, nos despedimos con un gesto de manos.
Al alejarme, aún a cuadra y media, seguía escuchando sus gritos: “¡¡¡Cómo arrugaste!!!” “¡¡¡Era tuya papá... qué me hiciste!!!“. “¡¡¡Flaco, cómo dormiste!!!” y demás comentarios del estilo.
Camino a casa, aquellos gritos que retumbaban entre los altos edificios se adhirieron a mi conciencia como vidrio molido: “Piquito... piquito... piquito...”. Algo tan simple como un piquito, pensé, habría cambiado la adusta monotonía de mis días y provocado, quien sabe, un giro diametral en mi destino.
Las hebras con que la diosa Fortuna teje los destinos se componen de momentos, de decisiones singulares y únicas. Esta diosa, muy cínica por cierto, no necesita tutelar toda la vida de un mortal para provocar el final esperado. Le basta enfrentarlo a una encrucijada en el momento que ella considere oportuno. Luego se olvida del asunto porque la decisión tomada por uno, ya sea hacia un lado o hacia el otro, habrá sellado su sino. Si Edipo no hubiera consultado el oráculo de Delfos su vida, pienso, habría transitado por caminos distintos. Fue esa decisión (consultar el oráculo y, a posteriori, querer escapar a su destino) la que imprimió a su vida el carácter trágico que sus padres, advertidos por el mismo oráculo, quisieron evitar.
Es sabido que la belleza intimida. Varios fueron los filósofos y artistas que dedicaron su vida a la búsqueda de lo bello, a captar la esencia pura de ese fenómeno estético al que los griegos rindieron pleitesía. Y si bien describen la belleza de modos diferentes, coinciden en un punto: la presencia de lo bello provoca pavor. Y cuando se trata de filosofía, el valor o, mejor dicho, el significado de cada palabra, de cada frase, no es fortuito y merece el mayor de los detenimientos.
El pavor es la conciencia de la propia finitud. Sucede cuando el espíritu es arrebatado por la presencia de algo que lo empequeñece, que lo opaca, que lo extingue lentamente. Aquel “piquito” que reclamaban los muchachos era un recordatorio de mi propia finitud. Había “dormido”, es decir, había quedado paralizado, intimidado, por la presencia de lo bello. A manera de coro trágico, ellos punzaban mi conciencia, me advertían que los latidos de cada hombre están contados y que toda postergación es un sacrilegio.
Durante mucho tiempo pensé que la belleza se le presenta a uno de manera intempestiva, como un rayo cegador y paralizador. Pero a partir de aquella noche descubrí que la belleza se despliega lentamente, pliegue por pliegue, partícula por partícula. Es una musa con múltiples velos que insinúa y cultiva la imaginación a medida que descubre, uno por uno, la riqueza de sus matices. La belleza de Salomé, por ejemplo, no residía en su cuerpo o en su rostro o en su mirada, ya conocida por Herodes, sino en el manejo de los tiempos y la sutil delicadeza de su danza, en la manera como fue despertando con cada insinuación de su desnudez la concupiscencia del gobernante, en el modo como fue vampirizándole la voluntad y el discernimiento, al punto de reclamarle, cuando este había sido arrebatado por el deseo, la cabeza de Juan el Bautista. Aquí tenemos un ejemplo del lado pavoroso de la belleza.
La mujer que dejé aquella noche en la puerta de su edificio era mi amiga. Pero camino a casa, a medida que penetraban en mi memoria poética las esquirlas de aquel coro báquico, algo comenzó a transformarse dentro de mí. Es difícil de explicar. No en vano di todo este rodeo acerca de Edipo y los griegos y la danza de Salomé. Lo que ocurrió en ese rellano de mi memoria fue que se despertó la llama del erotismo. La amiga que había dejado minutos antes comenzó a desplazarse de lugar. Por un complejo de razones que no vienen al caso mencionar (algunas de las cuales pueden inferirse de mis escritos previos, los que están más abajo en esta página), esta mujer había estado hasta los últimos minutos en la periferia de mi memoria poética, del otro lado del muro simbólico que separa la amistad de la sensualidad. Dicho en otros términos: nunca hasta entonces le había visto como algo más que Amiga. Fenotípicamente era hermosa. Pero el hecho de que lo sea no significa que también fuera sensual.
Ahora bien, mientras caminaba a casa, fumando un pucho y escuchando los gritos de aquellos sátiros alcoholizados, algo dentro de mí se desgarró. El muro simbólico se agrietó y una partícula de esta mujer (de una vivencia con esta mujer) se filtró hacia el interior de mi memoria poética. Así, a partir de una simple vivencia compartida, comenzaron a ingresar otras, y otras y otras, hasta que me descubrí colonizado por su recuerdo.
Borges dijo que el hombre y la mujer están fabricados de esa materia inefable que es el tiempo. Y el tiempo es algo relativo (Einstein), lo que quiere decir que las vivencias compartidas con una persona cambian radicalmente cuando esta se desplaza de un lugar al otro de la memoria. Cinco minutos atrás, los recuerdos que tenía de las charlas y encuentros con esta mujer provocaban determinados efectos en mí. Afecto, cariño, comprensión. Ahora, sin embargo, esos mismos recuerdos provocaban toda una constelación nueva de sensaciones. Estaban arropados de un sensualismo que, a medida que se desperezaban, irradiaban un encanto nuevo: me erotizaban.
Situación difícil, a no dudarlo. Como me dijo un amigo: nunca cultives una amistad con una mujer hermosa. Tarde o temprano vas a querer algo más (me lo dijo en otros términos), pero habrás quedado atrapado en una red de la que sólo se sale de dos maneras: para la mierda o divinamente. Si le soltás los galgos y te los baja de a uno, perdiste la amistad. Si le soltás los galgos y ella se deja, ganaste algo mucho más valioso que la amistad.
Corolario: todo lo hasta ahora escrito lo mantuve guardado en el disco rígido y hoy me decidí a subirlo. Una semana más tarde volvimos a encontrarnos. El motivo: la despedida. Al día siguiente dejaba definitivamente la ciudad, me mudaba. En la misma puerta de su edificio (ahora sin testigos), nos sentamos a charlar. Quise comerla a besos, pero desistí. Apenas pude decirle, de manera balbuceante, que si la diosa Fortuna no fuera tan cínica, tal vez, y sólo tal vez, hubiéramos construido algo hermoso.
No sé si logró entender mi mensaje cifrado. Ahora subiré estas líneas y quien sabe, tal vez ella lo lea y la diosa Fortuna deje su cinismo a un lado.